Para cualquier ampliación, construcción o reconstrucción vial lo primero que hacemos es derribar todo lo que esté en el camino, no importa su valor natural o histórico. Vale un comino si ese árbol lo plantó un héroe local o personaje importante, si es parte de una época, un ejemplar de una especie amenazada o en peligro de extinción, alimento o refugio de aves endémicas o algo más significativo.
Es como si los diseñadores y constructores viales de hoy consideraran a nuestros árboles endémicos y nativos como un estorbo, y a las palmas y otras especies raras que ellos plantan como una de las 7 Maravillas del Mundo.
A la hora de construir, reconstruir, o simplemente reparar un edificio o una plaza pública, como nuestro Parque Central, no contemplamos nada del lugar donde vamos a trabajar, ni de su entorno. Nos colocamos en una mesa de dibujar, y sobre un papel en blanco trazamos. Cuando vamos al terreno a ejecutar nuestra obra, derribamos todos los arboles existentes que nos estorben hasta el pensamiento, y así ofendemos olímpica e impunemente los esfuerzos económicos e intelectuales de nuestros ancestros plasmados en creaciones artísticas y obras arquitectónicas.
Y algo similar ocurre a la hora de plantar. Resulta que parte importante del desarrollo económico original de Barahona fue posible por la gran cantidad de madera preciosa existente en la época. Familias de apellidos sonoros hicieron fortunas con la caoba, el roble y el guayacán de la zona baja, y con el cedro en la parte alta.
Y aunque esas especies están hoy muy amenazadas, nosotros no las plantamos porque son de crecimiento lento, y caras por cierto. Por demás, es bien sabido que muchas veces plantamos con miras a que esas acciones sean activos de nuestras ejecutorias como funcionarios, o para “hacer currículo” si no lo somos, y de ninguna manera para contribuir a resarcir los daños ambientales que hicieron nuestros ancestros, y para contribuir con el mejoramiento ambiental con visión de futuro.
El resultado de esa visión cortoplacista es que hacemos un gran esfuerzo humano y económico para plantar arboles, y después tenemos que hacer otros mayores para cortarlos, porque una vez que estos alcanzan cierto tamaño rompen las aceras, estorban el tránsito peatonal y vehicular, y ensucian como niños en cumpleaños.
Esa falla en nuestra visión urbanística del municipio ha hecho que plantemos especies arbóreas dentro de las aceras y en las jardineras. Y que me desmientan los arquitectos y urbanistas si nuestras calles están diseñadas con espacios para plantar arboles. En algunas avenidas, a lo más que se puede llegar es a plantar en sus jardineras arbustos de poco crecimiento, no arboles.
Todo lo anterior se enmarca en una cultura sin visión de futuro, sin utopías. Y la cultura es un indicador de futuro, y de madurez y sabiduría de su población.
Vivimos, pues, la era del presente sin el “lastre” del pasado, lo que para mí no es más que un rumbo sin destino cierto. Pues no puede precisar en qué puerto atracará el marinero que ignore su punto de partida.