Ex senador de la República.
El hombre ataviado de vestimenta negra fijó su mirada impiadosa sobre la mujer.
Ella, de huesos sobresalientes, rostro de piel reseca maltratado por una cruda vida de estacionada escasez, permanecía inalterada, sola, posada sobre el asiento largo de caoba centenaria situado en la primera fila de los bancos de madera cimarrona traída de la cordillera, ahí, en ese lugar que semejaba, más que cualquier otro sitio, un lúgubre tugurio destinado a velatorios.
Su apariencia física, pese a sus 19 años, contemporizaba con la edad de las damas cuarentonas de la sociedad que servían a la parroquia del Padre Andrés en el Santo Rosario de las 7 de la noche o en las misas dominicales de la mañana.
Había llegado, convidada por una pariente, desde un campo del Noroeste buscando mejor vida. A los 14 recién cumplidos probó marido, un albañil que la conoció en la cafetería donde hacía de camarera.
Después, la mudó el Jefe de Guardias Campestres del Ingenio, con quien terminó su relación marital antes de la segunda zafra.
Su padre fue un jornalero agrícola que murió joven, asesinado a puñaladas por asuntos de faldas de manos de otro compañero de labores en una casa de citas. Su madre, una lavandera de uniformes de guardias y policías, asumió la responsabilidad de criarla junto a otros dos hermanitos varones.
– Virgen Dolores de la Inmaculada García – tronó la voz atragantada de un señor de canas, flacucho y con ínfulas de autoritarismo.
– Aquí, señor.
La respuesta en su voz de desgano fluyó casi imperceptible, propia de quien pierde la mirada en un horizonte envuelto en brumas.
Pese a las carencias ancestrales con las que se levantó, la vida no pudo arrebatarle el atractivo a sus ojos negros que recordaban dos rutilantes luceros marinos embriagados de nostalgia.
Ni tampoco el esplendor a su sonrisa cuando abría sus labios como pétalos de gardenia en primavera ni el brillo a su pelo de negras hebras que le bajaba como una larga serpiente hasta situarse justo en la frontera donde se esconde la fuente de la vida.
Su pensamiento, en alas del recuerdo, la transportó a los interminables encuentros a los que sobre su escultura de Eva repartida en intimidad le condujo la inaplazable necesidad de alimentar a Samuelito, el único fruto de sus entrañas cuya paternidad ella misma jamás pudo definir.
-Tal vez Dios, si existe, decía ella en sus adentros, me dejó sin más hijos. Algo injusto, siempre creyó. ¿Acaso María Magdalena no fue generosa en demasía y tuvo el perdón divino?
-Mamama, mamama- imploraba en llanto desesperado por hambre el pequeño, mientras ella se revolcaba con el cliente de turno en el cuartucho que habitaba.
La noche apuraba el paso. Después de medianoche, entrada la madrugada, Las Delicias era una triste y solitaria calle ausente de la clientela de las frituras y los bares.
Las mujeres de la noche se fueron recogiendo. A lo lejos, la vellonera irrumpía el silencio nocturnal del arrabal. La voz de María Luisa Landín entonaba en su melodía un himno al despecho:
“Caminé con los brazos abiertos
Por hallar un cariño, una sola amistad.
Y que es lo que tengo, y tú que me diste
Tan solo mentiras, cansancio, miserias…
Miseria que llevo en la vida hace mucho tiempo
Como una tragedia escondida en mi sufrimiento
Migajas de besos, limosna de todo
Es lo que me han dado
Como a un ser malvado, como a un criminal…
Miseria que llena de espanto porque no me quieres.
Miseria que es odio y es llanto
porque sé quién eres
Quien sabe hasta cuándo seguiré esperando
Que cambie mi suerte o venga la muerte
Como bendición…”
La melodía rasgaba las siluetas de la madrugada, mientras en el otro cuarto contiguo al suyo golpes acompañados de voces altisonantes de la discusión entre un hombre y una mujer rompían la monotonía de la noche calurosa seguidos por gritos de dolor de alguien que clamaba por ayuda.
El hombre salió a la calle en su desesperación mientras el torrente de sangre le fluía por el cuello como manantial, cayendo de bruces justo en la puerta de entrada a la habitación donde ella moraba.
Ahora estaba allí, frente a ese señor que no cesaba de clavarle su mirada severa como los rayos del sol de mediodía, escondida detrás de unos enormes espejuelos de fondo de botella de Bay Rum.
Al hombre de la mirada de espía solo le escuchó la voz cuando le ordenó:
-Póngase de pies.
Se levantó sobre sus piernas temblorosas más por el miedo que por el cansancio acumulado por el tiempo que ahogó en lágrimas el sueño.
Las paredes de aquel caserón de gruesos tablones cobijado de palmas canas en que ahora estaba, empezaron a darle vueltas, mientras un sudor como llovizna fría corría sobre su enflaquecida espalda.
De nuevo volvió a escuchar la voz del hombre de vestimenta negra cuando le ordenó:
-Váyase a su casa.
Refugiada en el llanto que escondía detrás de los dedos largos de sus manos con incesantes temblores, dio la vuelta rumbo a la puerta de salida pasándole por el lado a otras personas que murmuraban mientras esperaban la llamada del hombre de espejuelos grandes.
Solo volteó la cara para alcanzar a ver a una mujer colocada de pies frente al hombre de vestimenta negra cuando escuchó nueva vez las últimas palabras de la voz ronca de éste:
-… a 30 años…
Luego, el fuerte golpe del mazo de madera detrás del crucifijo sobre el escritorio.