En algún momento hemos sido perfeccionistas y sentimos que lo logrado nunca es suficiente, sin embargo este sentir por encontrar la perfección puede ser contraproducente.
Recuerdo cuando viajé por primera vez a los Estados Unidos de América en la década de los noventa, en mi equipaje tenía varios libros. Entre ellos estaba el del padre Mateo Andrés, titulado Puedo ser otro y feliz, me gustó tanto que después de haberlo leído, era parte de mi equipaje.
Es un libro que produce en muchos un segundo nacimiento o el verdadero nacimiento hacia el vivir. También estaban unos trabajos del periodista español Vicente Verdú, que en ese entonces escribía para el periódico El País de España, donde también nos habla, entre otros temas, de la perfección.
Ojeando esos libros sobre cómo ser feliz y, entre los dictámenes, apareció la fascinante frase: “Hay que eliminar la necesidad de ser perfectos.”
El libro cita un seminario, auspiciado por la Universidad de Stanford que investigó exhaustivamente durante años, sobre qué clase de circunstancias vitales, hábitos y rasgos de la personalidad, correlacionan con la oportunidad de ser felices.
¿Son por ejemplo más felices los que tienen más carros, más dinero, más casas, más amantes, más hijos, han triunfado en la profesión, duermen más horas, viven cerca de los ríos, van al cine, al gimnasio, creen en Dios, comen mejor que los demás ? Aparte de que la felicidad no parece conectarse fielmente con ningún elemento de estas series, se correlaciona, entre otras cosas, con aquella actitud personal que se afana en alcanzar la perfección.
Muy al contrario de lo que ha predicado el proyecto cristiano, destinado a procurarnos obstinadamente el cielo, los psicólogos concluyen que las ansias de perfección desencadenan un íntimo infierno permanente.
Y no solo aparece como dañina esta clase de ética; en lo estético, la perfección puede hacer lindar con lo feo y, en su extremo, con lo monstruoso y lo siniestro.
La atracción irresistible, en cambio, viene a hospedarse en uno o en varios pliegues de la imperfección.
La persona que se considera perfecta no puede admitir un error en su vida. Necesita siempre verse perfecta, intacta. Admitir un error equivaldría a aceptar conscientemente la duda de sí misma que lleva en su interior.
Atrapada en un fallo, esta persona lo primero que haría es tratar de excusarse; si no lo logra, acusará a los otros; y si tampoco esto resulta, se enfada o se suprimirá, lo que no va a aceptar es simplemente que ha fallado. Es por eso que hay que eliminar la necesidad de ser perfectos.
Por el contrario, la imperfección acoge al ser humano, convalida, descarga su vida y es una señal de libertad.
Para terminar al asumir la imperfección nos libramos de la gran barrera de ser mejores o incluso de volver a morir. Porque sólo, en verdad, la muerte es perfecta, lo que existe es la excelencia.