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martes, 20 de junio de 2023

Darío

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Por Práxedes Olivero 

Darío era un señor que debía rondar los 40 años, en ese momento. Era de una musculosa contextura, grande de tamaño, piel de tez negra y el rostro cuadrado con expresión solemne. No solía hablar mucho.

Se limitaba a atender a los clientes que acudían a su colmado, o brindar una silla a quienes, como yo, llegaban a su casa a esperar una guagua que los llevara a su destino.

La casa de Darío tenía el piso de cemento, el techo de zinc y las paredes de tablas anchas pintadas en vibrante azul marino. Se asentaba en un alto muro de piedras, en cuya acera se podían sentar los visitantes, generalmente hombres en ropas de trabajo que llevaban machetes colgados a la cintura.

A pesar de su escaso hablar, Darío era una persona gentil. Nunca le vi mala cara. Parecía pertenecer a aquella casta humana que solo viene a este planeta a hacer lo bueno: cuidar de la familia y auxiliar a quien lo necesite, como si esta fuera la obra más natural que existiese en este mundo.

Han pasado muchos años desde que, siendo una joven maestra, luego de caminar un largo trecho para bajar de la loma, yo llegaba a casa de Darío, y descansaba en aquel lugar confortable y seguro. Nunca he olvidado a ese hombre fuerte y noble que me brindaba una silla y un vaso de agua pura.

Dios bendiga a Darío junto a su descendencia, donde quiera que esté.